sábado, 29 de julio de 2017

Avianca: la odisea del último vuelo Santiago – Caracas

Foto: Avianca.


Kervin García Mannillo.-Veo en el sistema que dos personas no pueden salir del país por motivos migratorios”, fue el comentario después del “buenos días, me permiten sus pasaportes” que le dio Ivette a mis padres y mi hermana mientras eran atendidos para abordar el vuelo de Avianca AV 68, desde Santiago de Chile hasta Caracas, con escala en Bogotá, de fecha 26 de julio de 2017. Lo que se venía era inimaginable.

Ivette nos mandó hasta una oficina de Policía de Investigaciones (PDI), dentro del aeropuerto, para que preguntáramos cuál sería el procedimiento a seguir. Eran las 4:55 de la mañana, el vuelo salía a las 6:53. 

Un funcionario de la PDI nos confirmó el impedimento: mis padres no podían salir del país porque su permiso de permanencia había vencido el 10 de junio. Por lo tanto, necesitaban una prórroga de ampliación que no era más que un sello húmedo azul autorizado por Germán Barraza Lindermann, jefe de atención al público del Ministerio del Interior y Seguridad Pública. Su oficina no abriría sino hasta las 7:00 de la mañana, siete minutos después del despegue del vuelo. Técnicamente, era imposible viajar.

Mi hermana y mis sobrinas de 7 y 8 años, no tenían problemas. Ella tenía cédula chilena y visa tipo temporaria con vigencia de un año y por ende, era la representación de las niñas. Sin embargo, decidió quedarse y esperar con mis padres. Dicen los abuelos que familia unida, jamás será vencida.

Al momento de hacer el check in, con Ivette, nos dimos cuenta que nos faltaba una maleta. La habíamos dejado en el estacionamiento del edificio, antes de salir de casa. No había tiempo para abordar el vuelo AV 68, pero sí para recuperar el equipaje que iba de vuelta a Venezuela. Casi 40 minutos tardé desde el Aeropuerto Internacional Arturo Merino Benítez hasta el edificio, la maleta estaba en conserjería.

Regresé al aeropuerto, pasadas las 7:25. Acompañé a mis padres hasta la oficina de Germán. El proceso fue tan rápido que no hubo tiempo de explicarle lo que nos habían dicho en Avianca y en la PDI. Casi de inmediato vimos ese sello en la parte de atrás de ambos permisos vencidos. La prórroga era por un mes más. Vencería el 10 de agosto. Sentimos un alivio interno por creer que todo estaba prácticamente arreglado. Lo peor estaba por llegar.

Buscamos a Ivette por todos lados. La recepción de Avianca para hacer el check in ya no estaba. A los trabajadores de la aerolínea Gol les tocaba el turno de ocupar el espacio para recibir a sus pasajeros. Un personal de seguridad del aeropuerto nos indica dónde podríamos ubicarla, y al llegar a la oficina, en el segundo piso, la encontramos entre un grupo de otras compañeras. De inmediato, al ver el sello húmedo, nos dijo que todo estaba listo para abandonar el país en el próximo vuelo: el AV 66 pautado para las 3:00 de la tarde con escala en Bogotá. Aceptada la propuesta.

A la 1:30 de la tarde comenzó el check in. Otro problema se avecinaba. El funcionario de Avianca nos informaba que debíamos cancelar la módica suma de 100 dólares por maleta porque todas tenían sobre peso: dos kilos de más. La directiva de la aerolínea colombiana decidió reducir de 32 a 23 kilos el equipaje de bodega para los boletos comprados o modificados a partir de abril. Mi familia entró en ese paquete y no podían pagar casi 500 verdes por el cuantioso exceso de las maletas: 8 kilos.

Creo que la situación en Venezuela les aflojó el corazón a los empleados de Avianca. Entre dos, comenzaron a susurrar para llegar a un acuerdo. “Señora, les pasaré todas las maletas sin pagar nada, ojalá les vaya bien en su país”. No se me olvidará ese comentario de quien nos atendía. Los venezolanos seguimos siendo objeto de lástima ante el mundo. Todos lamentan lo que nos ocurre, dentro y fuera del país. Millones sobreviven, miles escapan sin importar apartarse de sus profesiones, de sus casas, de sus amistades, de sus espacios.

Le agradecimos al empleado de la aerolínea y esperamos un tiempo más para despedirnos. El momento que nunca queremos ver llegar. Yo le huyo a la soledad, desconozco cualquier acto que tenga que ver con un “hasta luego”; es peor cuando no sabemos si el destino nos tendrá previsto reunirnos nuevamente.

Comenzaba un nudo en la garganta. Un dolor en mi columna daba cuenta del estrés que nos regalaba el día, el último de esta etapa que nos había dado Dios como familia. Mi madre debía llegar a Venezuela para cumplir con tratamientos médicos, el frío intenso de este invierno no lo aguantaron sus huesos. Su casa la esperaba, los perros, la familia, los vecinos. Mi papá, junto a mi hermana y mis dos sobrinas estaban ahí, a pie del cañón.

Un abrazo fuerte, unas lágrimas y pocas palabras acompañaron la despedida. Prometimos volver a vernos, cuidarnos y celebrar por la caída de un régimen cuyo legado ha sido la miseria, el rencor, el odio y el hambre.

A mi familia le informaron que el vuelo AV 66 estaba demorado y que, saldrían dos horas después. A las 4:05 de la tarde comenzaron a abordar el Airbus A320 con destino a Bogotá. Más temprano, a través de su cuenta en Twitter, Avianca publicó a las 9:37 de la mañana que a partir del 16 de agosto dejarían de volar desde y hacia Venezuela. El motivo: pésima infraestructura aeroportuaria y pocas condiciones de las operaciones con la Aeronáutica Civil venezolana.

El avión despegó. Mi hermano y yo quedamos en Chile. Otra parte de nosotros iba en el aire con destino al país con mayor índice de delincuencia en el mundo, al lugar donde escasea la comida, las medicinas, la libertad, la democracia. A una parte del planeta donde abundan las balas, el irrespeto, la inseguridad, la corrupción, el narcotráfico, la viveza. Una tragedia dirigida y generalizada por un grupito de delincuentes que, por estar presos en su propio país, buscan salvarse el pellejo a costilla de lo que sea.

A las 8:23 de la noche Avianca notificó respecto a una nueva y definitiva decisión: adelantar la suspensión de todos sus vuelos a partir del día siguiente. Mi familia iba en el vuelo AV 66 y cuando llegaron a Bogotá, a las 11:16, el vuelo que los llevaría hasta Caracas a las 8:00 de la mañana del 27 de julio, había sido cancelado. A partir de ese viaje, todos tendrían la misma afectación.

En el Aeropuerto Internacional de El Dorado los recibirían con otro problema. Avianca no los llevaría hasta Caracas, debían esperar una solución. Les ofrecieron volar con Wingo, una aerolínea comercial de bajo costo perteneciente a la panameña Copa Airlines. El avión del vuelo P57006 despegaría a las 8:08 de la mañana. Una hora antes de abordar, a mi familia le informan que no podrán subir porque Avianca no había pagado por sus boletos. Intento fallido. Tampoco les convenía viajar en ese vuelo (creo en el destino más que en la casualidad).

Funcionarios de Avianca les informan que llegarán a Caracas en el vuelo 524 de la aerolínea ecuatoriana TAME. A las 10:30 de la mañana comenzó el abordaje. Una hora después despegó el avión. El cansancio se adueñó de todos. Lo único que les ofrecieron fue el almuerzo; las disculpas nunca figuraron.

A la 1:33 de la tarde llegaron al Aeropuerto Internacional Simón Bolívar. Hacían 30 grados de temperatura y la política era el tema de conversación de todos. El “qué pasará el domingo” era la preocupación de los venezolanos que retornaban al país. Ese día se celebrarían las elecciones de la propuesta de la Asamblea Nacional Constituyente. El objetivo: perpetuar en el poder a los que intentan adueñarse del país para salvarse de la ruina y la cárcel que les espera por la sistemática violación de los derechos humanos contra más de 30 millones de personas.

Último percance: el robo de las maletas. Por si fuera poco (aunque nada que sorprenda), en el aeropuerto venezolano fueron víctimas del robo de una maleta de mi mamá con ropa íntima. A la maleta de mi hermana la rasgaron con una navaja, le sacaron una cámara fotográfica, un iPad, dinero en efectivo y otras pertenencias de uso personal.

El reclamo fue innecesario, nadie respondió, así es la Venezuela de ahora, un lugar donde no existe respuesta ante las demandas, donde todo queda impune, donde el ladrón roba tranquilo y el asesino te arrebata la vida sin acatar consecuencias. Es un país dominado por la ignorancia y la vagabundería, es, pues, un terreno sin ley.

Finalmente llegaron a Valencia, una ciudad industrial ubicada en el centro del país, a dos horas en auto desde Caracas. El resto de la familia los recibió con ese calor del venezolano que, a pesar de los problemas, siempre te mira noblemente con una sonrisa que está delante de esa esperanza interna que tenemos la mayoría de los ciudadanos que queremos un mejor país, un lugar próspero que avance y no retroceda; que respete y no abuse; que construya y no excluya…

Avianca y su odisea, quizás porque ni ellos ni nosotros estábamos preparados para este final. En Venezuela pronto saldrá el sol y veremos retornar no solo a las aerolíneas que decidieron preservar sus intereses (entendible), sino a los más de dos millones de venezolanos que lo dejaron todo por sentirse un poco más libres fuera de sus fronteras.